Golpe Violento Que Dan Algunas Aves Con El Pico

El más destacable trenzador del pago, don Crisanto Núñez, había, por encargo de don Leandro, torcido unos lacitos para los pequeños. Eran una obra extraña, de paciencia minuciosa, y Ramón Cisneros los cuidaba con respeto. Tras el té iban al río con don Leandro, que les enseñaba a nadar. Era este uno de los placeres favoritos, y siempre y en todo momento corto al deseo incansable de chapalear fresco. Cada uno engalanaba su recadito con alguna prenda, obsequio de cumpleaños, y usaban chambergo, que quebraban imitando a los gauchos de predilección. Fue entonces cuando, puesto en contacto con la vida campera, desarrolló su pasión por las hazañas del peonaje, que hasta el momento no había visto sino de lejos, dado los desmesurados cuidados del padre.

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Las pobres bestias se hicieron matreras, y ni bien sentían aproximarse a sus verdugos, un viento de terror las acumulaba como espuma contra las riberas de los alambrados. Contaba cuentos del tiempo «antigua» y despreciaba a todos los mocitos criados entre algodones, como los del presente. Raucho fue ese año su mejor cliente, y como don Leandro había mandado realizar carona,bastos, cincha, encimera y demás elementos, se halló poseedor de un aperito terminado, como todo buen gaucho. Los paisanos miraban distraídos las prendas desparramadas de la bolsa, como tripas de un animal abierto; pensaban en las vidas de sus compañeros, algunos perdidos, quizá fallecidos o llevando una vida desconocida en horizontes extraños. Esos hombres venían de muy lejos, tenían el prestigio de los indigentes y conocían gente amiga, de quienes daban novedades. Pasó el invierno y la primavera pujó a borbotones sus soles, sus brotes, sus vientos, espléndida de pubertades inquietantes, propulsora de salvias, sangres y vertientes y luces, con despilfarros exultantes de producciones vitales.

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Poco entretenido de esta dificultosa maniobra, pensó de qué manera solucionar el inconveniente, y un óptimo día tuvo una súbita inspiración, llamó a un criado y le solicitó que subiera el taburete al piso primero. Jamás había podido hallar un puesto de funcionario. Un día que se festejaba el cumpleaños de su padre, el hermano mayor llevó un jarro de vino con el cual llenó los vasos de su padre y de su madre. El cervatillo, ya convertido en ciervo, vio un óptimo día en la calle a una manada de perros desconocidos.

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El alfilerillo, la cebadilla, la avena guacha estiran sus cogotes cargados. Primavera ríe, con el perfumado amor de mil bocas floridas. ¡Qué largas, qué largas se hicieron aquellas noches de junio!

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Las novelas leídas eran pasatiempo de ferrocarril o conciliasueño; cuanto más, afeccionó los Tres mosqueteros, y no pensaba que se pudiera leer sino más bien por aburrimiento. En el momento en que amaneció, los árboles se doblaban al peso de una nevada de escamas metálicas. Y prepararon la defensa, la absurda e insuficiente defensa, adoptada por llevar a cabo algo y no atravesar los brazos en una inercia desoladora. Aquella inmensidad de bichos proyectaba sobre el campo una sombra movediza, como las nubes bajas. Era una capa compacta con movimientos de malla maleable.

Cuanto se hiciera a expensas de estos individuos era celebrado. Siguiendo una costumbre rutinaria, se les ideaba una maliciosa privacidad con algún instructor. Varios de estos individuos tenían defensores como verdaderas mujeres, y el pegarles era considerado una cobardía. Don Leandro, a caballo el día entero, ordenaba al peonaje solícito. Los hijos le acompañaban, montados en petisos mandados amansar según sus tamaños.

Dábase cuenta de que era el momento de dominar o ser gobernado. Además, la primera ira frente a una crueldad inútil le hizo buscar en su cerebro tupido de embestidas alguna venganza fabulosa. Pronto don Leandro conoció esta travesura, que hacía de su majada un grupo de gamas. Al salir el sol corrían hacia la cocina de los peones, donde los hallaban tomando mate.

Apresar palomas para regalarlas al príncipe el día de Año Nuevo. Esto agradaba tanto al soberano que repartía valiosas recompensas. Alguien le preguntó la razón de esta costumbre.

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